Dicen, porque no he leído a Proust, que en su más famosa novela una galleta lleva a evocar una vida. En Lorrie Moore no es una galleta sino los sesos de algún animal no humano parisinamente preparados lo que lleva a la narradora a evocar los últimos años de su adolescencia en un lugar de América llamado Horsehearts; el momento preciso donde se da esa transición extraña a la primera adultez. No es, pues, una vida sino un periodo aparentemente sin importancia el que Moore elige para preguntarnos sobre nuestras propias transiciones olvidadas, no consideradas, ocultas quizás en el apabullante montón de recuerdos de épocas canónicamente más importantes de nuestra vida. La historia tiene un marco: Berie (la narradora) y Daniel, su esposo, están en París y participan de una cena. Todo parece rutina, apariencia; el deseo de un cambio es tácito, el fin es inminente. En ese ambiente tenso Berie experimenta un flashback a sus quince años, un momento límite y definitivo: la amistad con Silsby, la ...
La ciudad de La Habana está llena de monumentos; en Centro Habana pueden caer las casas de los cubanos más pobres (porque en la isla hay desigualdad, no me digan que no), pero jamás los monumentos. Porque, como lo dijo Karla Suárez en su novela El hijo del héroe , la Revolución necesita héroes, relatos que sustenten esos heroísmos y monumentos. En todo caso, los monumentos en Cuba y en cualquier parte están levantados sobre mentiras; además de anacrónicos, me resultan sospechosos. El bronce brilla, pero aquello que representa (el pueblo, la lucha de las mujeres, el orden, la revolución, la patria, los mineros) sigue su corrupción sin que nada la altere; los monumentos sirven para recordar cosas, para perpetuarlas, no para cambiarlas. Quizás los modelos de ciudad de las sociedades de finales del siglo XIX y comienzos del XX vieron en los monumentos una manifestación de civilidad. Cada uno quiso imponer su versión de la historia levantando conquistadores y patriotas de hierro...