Quise releer Cien años de soledad no tanto por su reciente reaparición sino por una clase que debía preparar para el mes de noviembre. Digo releer no para presumir sino porque esa experiencia puede jugar a mi favor en este comentario. Desde el momento que empecé, a pesar de este nuevo lente mío que se ha ido construyendo en los últimos diez años, tuve la certeza de que nada de lo que había vivido en las lecturas anteriores había cambiado. Cada frase se me hizo tan sorprendente, tan reveladora, tan nueva, como la primera vez que lo leí a los diez y siete años en el cuarto que me habían destinado para cuidar el sueño de la abuela Belarmina. Ahí estuve, en ese universo tan completo, tan bien imbricado, tan suficiente, como el joven que apenas si sabía quien era García Márquez y el tal realismo mágico.
Esta vez leí con lápiz en mano; identifiqué los motivos principales de cada
uno de los veinte capítulos; pude percibir la precisión y la artesanía con que
se articulan las historias; redescubrí personajes olvidados; cambié mi
perspectiva sobre varios de ellos; hice conciencia de la complejidad de narrar
la historia de siete generaciones de una familia; me pregunté (con consulta a
un colega lingüista) sobre el uso de ese peculiar “había de recordar…”, de ese
tiempo que aparece regado por toda la novela, que hace del relato una especie
de imperativo, de profecía, de deber ser, de condición inapelable; fue más
perceptible el trasfondo histórico; identifiqué intertextos; y vi con más claridad
los guiños autobiográficos y metaficcionales en los últimos dos capítulos. Aún
así, habiendo leído “con destornillador en mano”, la literatura hizo lo que
tenía que hacer en mí, y al terminar de leer el último párrafo solté el libro y
sentí que volví a flote. Nada puede sustituir ese efecto.
Ahora bien, cuando me faltaban apenas unos capítulos de la novela, ví los
ocho episodios de la primera parte de la serie de Netflix que, hay que decirlo,
no es la serie de Netflix y ya, sino el guion escrito por José Rivera, Natalia
Santa, Camila Brugés, María Camila Arias y Albatros González, y la dirección de
Alex García López y Laura Mora. Desde el inicio tuve la claridad de que no
había que buscar la tan buscada fidelidad al libro; considero que esa es una
discusión ya superada por los estudios literarios que han dejado claro que las
adaptaciones al cine y a la televisión son interpretaciones de la obra base. Así
las cosas, lo que me interesó fue buscar esa interpretación, esa actualización,
esa lectura que guionistas y directores contemporáneos hicieron de una novela
publicada en 1967. Mi curiosidad estuvo alimentada, además, por una pregunta
sobre el interés renovado del cine y las plataformas de streaming por obras que
podemos considerar clásicas de la literatura latinoamericana: Pedro Páramo, Como
agua para chocolate, La casa de los espíritus y Cien años de soledad que se han
emitido con cierta cercanía en los últimos meses. Sin duda hay allí un fenómeno
de recepción cuya discusión no puede agotarse en el veredicto de si esas producciones
coinciden o no con una supuesta esencia de las obras literarias.
Ilustración por Claudia Argueta |
Lo que estoy escribiendo no es una crítica, no lo considero como tal. Digamos que es un comentario de un lector inquieto y de un convencido de que tratar con la literatura es tratar con un producto cultural que no puede desligarse de las transformaciones sociales que a su vez se afectan por su relación con materialidades que sirven de soporte al lenguaje (y la obra audiovisual en cualquiera de sus modalidades es una concreción de esas materialidades que albergan lenguaje). En este sentido, creo que son más los asuntos en los que ambos productos culturales (la serie y la novela) deben ser apreciados con independencia que aquellos en los que la valoración de uno depende del otro. Me explico: el único aspecto respecto del cual el lector podría pedir fidelidad es la historia que sirve de base al relato, lo que Umberto Eco llama el sentido literal. Esta es una idea que ya fue planteada de manera más clara por el crítico colombiano Pedro Adrián Zuluaga. Una vez garantizado (para quienes lo ven tan necesario) ese sentido literal, lo demás, la interpretación, constituye la gran apuesta de guionistas y directores, su lectura, su interpretación, su actualización que, a fin de cuentas, será una dentro de las muchas posibles. Lo mismo ocurrirá con Cien años de soledad llevado al teatro, al cómic, a la radionovela, a cuanto formato quiera la cultura que, a diferencia de lo que muchos se empeñan en creer, en la actualidad no puede concebirse sin pensar en los nuevos medios, en el consumo masivo, en formatos de fácil acceso, etc. Esta es una idea que ya había planteado Raymond Williams en su clásico, pero siempre iluminador, Marxismo y literatura (1977) en el apartado dedicado a los conceptos básicos cuando trata el concepto de Literatura:
“En cada transición puede verse el
desarrollo del lenguaje social mismo: hallando nuevos medios, nuevas formas y
luego nuevas definiciones de una cambiante conciencia práctica. Muchos de los
valores activos de la “literatura” han de ser considerados no como tomados del
concepto, que llegó tanto a limitarlos como a resumirlos, sino como elementos
de una práctica cambiante y continua que sustancialmente y ahora al nivel de la
redefinición teórica, trasciende las viejas formas” (Cito la edición de Las
cuarenta, de 2019, pp. 74-75).
Así las cosas, no dejo de ver en las críticas a la serie de Netflix -como se
ha reducido la denominación- una persistencia de un sector de la academia en
limitar y resumir a criterios esencialistas lo que se considera literatura hoy.
No estoy planteando que el guion y la dirección de la serie deban ser elevados
a la categoría de literatura sin más; no obstante, hemos de admitir que en nuestra
contemporaneidad esos formatos y las orientaciones que tienen (el consumo, el
mercado, la masificación) hacen parte del sistema literario. Entonces no creo
que el papel de los académicos deba ser el de satanizar la serie sino el de
entender el fenómeno como parte de un momento, nuevo, de la transformación de
la recepción de lo literario. Porque creo que estamos de acuerdo en que no
todos los lectores de 2024 están dispuestos a conocer la historia de Cien años
de soledad como lo hicieron los lectores anteriores al auge de internet, las
redes sociales y Netflix. Y esa, creo yo, no debería ser una razón para
negarles ese derecho.
Admitamos que la serie no fue hecha para que la gente se anime a leer el libro;
no es esa su función. Tampoco para que le gustara a García Márquez. Habrá
curiosos interesados -aunque hay indicios de que las ventas del libro se han
incrementado- y habrá quienes prefieren disfrutar de la historia en su
adaptación-interpretación en lenguaje audiovisual y ya. Es una condición de
nuestro tiempo frente a la cual poco tiene que hacer una crítica académica
refractaria y, a mi modo de ver, un poco egoísta con el acceso a los bienes
simbólicos.
Se me objetará, como he leído, que la novela de García Márquez se “rebajó”
al nivel del melodrama, que en la serie se reproducen estereotipos e
imaginarios sobre este país del que todos se creen guardianes de una supuesta
identidad, que se trata de un producto pensado para el público extranjero
(parece que quisieran una serie solo para colombianos), que la industria está
detrás de todo ese andamiaje (lo cual es cierto, si no fuera así no habría sido
posible hacer la serie), y muchas cosas más. Pero es que estamos ante una serie
pensada para el gran público, no para conocedores de la obra de García Márquez;
nadie nos dijo que sería una obra del cine independiente; quizás el melodrama
que tanto nos molesta, pero al que le debemos buena parte de nuestra educación
sentimental al menos en este país, haya sido la forma más apropiada para llegar
al público que se pretendía conquistar. Todo esto que he dicho lleva a pensar
que estamos ante un producto cultural distinto, que no es el libro y que deberá
ser valorado como tal.
Finalmente, creo que en la actualidad sí existen elementos con los cuales
hablar críticamente de las series; quizás no se trate de una teoría, pero no
creo que se requiera una nueva teoría, absolutamente nueva, para entrar en esa
discusión, muchos de los aportes del cine pueden ser útiles. A lo mejor venga
bien revisar el trabajo de Jorge Carrión titulado Teleshakespeare. Las seriesen serio. Tengo entendido que hay ediciones de 2011 y 2017. Seguramente los
críticos de series ya lo conocen.
En cuanto a Cien años de soledad, es una novela escrita por Gabriel García
Márquez y punto.
Posdata: soy un consumidor convencional de series y productos disponibles
en plataformas de streaming (ojalá gratuitas). Sí me gustó la primera parte de
la serie Cien años de soledad. Disfruté el melodrama, lo común, también busqué pasajes
de la historia original, me conmoví con la escena de la locura de José Arcadio
y me desilusioné un poco con las escenas de la guerra que me remitieron todo el
tiempo a una película del oeste, odié a Amaranta y encontré sublime la muerte
de Remedios Moscote. Así vivo yo las series, la lectura de la novela es otra
cosa.
Creo que la historia llevada a la pantalla ha sido una oportunidad para que las personas tengan un poco de acercamiento a la novela escrita (los que no la han leído) y para los que si la leímos, nos permite hacer las comparsciones de nuestra interpretación y la de los creadores... digamos que algo asi como una conversación; en general la fotografía y la ambientación me pareció hermosa, emocionante la llegada de Melquiadez al pueblo y la escena de las flores amarillas cayendo me pareció conmovedora..
ResponderEliminarMe gusta esa idea: se puede iniciar una conversación entre las interpretaciones. No hay que ser tan apocalípticos con estas cosas.
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