Entre 1935 y 1950, Cesare Pavese escribió un diario que estuvo destinado a ser publicado, al menos eso nos cuenta su amiga Natalia Ginzburg. Una vez muerto el escritor, el diario se publicó con el título El oficio de vivir, y es posible que ahí comenzara a configurarse una leyenda sobre ese libro y sobre este escritor. Mucho de esa leyenda y un verso, solo un verso (Vendrá la muerte y tendrá tus ojos), hicieron que me interesara por Pavese cuando yo tenía unos veintitrés años y era estudiante de licenciatura. En ese entonces, recuerdo, abandoné El oficio de vivir, me superó, me pudo, me sobrepasó. Me quedé con algunos poemas y un par de novelas, La luna y las fogatas y El bello verano, de las cuales hoy no recuerdo nada.
La leyenda volvió a aparecer el año pasado mientras leía Teoría de la gravedad, de Leila Guerriero y, luego, al leer el cuento Un pez en el hielo, de Ricardo Piglia. Entonces supe que era el momento de volver al diario y compré un ejemplar que estuvo en fila por varios meses. Leí las entradas correspondientes al año 1935 y renuncié de nuevo; no estaba para leer a un hombre que escribe sobre su propia poesía. No obstante, una nota del editor me hizo pensar que debía volver, luego, con más calma: todo lo escrito por Pavese entre 1935 y parte de 1936 se hizo desde el confinamiento que se le había impuesto en Brancaleone por conspiración política.
Así que el primero de enero de 2025, en la sala de espera de un aeropuerto, comencé a leer la introducción de Natalia Ginzburg y durante esa tarde, en los cielos, trataba de entrar en ese código a veces tan personal, tan hermético, de los registros de los dos primeros años: Pavese tiene unos veintiocho años y la convicción de estar construyendo una obra; estudia sus textos y busca, a veces con desesperación, articularlos a una tradición compartida con Dante, Petrarca, Leopardi y, también, Baudelaire. Se preocupa por la unidad, por el estilo, por la lengua y el dialecto en su poesía: “Lo que viene a decir cómo el primer fundamento de la poesía es la oscura conciencia del valor de las relaciones, quizás las biológicas, que ya viven una larvada vida de imagen en la conciencia prepoética” (p. 19). El diario, que esperábamos fuera un diario personal, es el diario de un escritor, de un estudioso, de un erudito. El propósito quizás soberbio de hacer crítica sobre su propia obra revela no solo una obsesión sino también rigor, conciencia, asumir la escritura literaria como un oficio que compromete, en todo, a la persona. Este es un discurso que aparecerá en todos los años registrados en el diario; de hecho, será el discurso predominante, pensamientos sobre la literatura muchos de los cuales aparecerán después, expandidos, en sus ensayos
No obstante, tengo la impresión de que no ha sido tanto el discurso crítico sobre la obra propia como las grietas del diario por las que vemos la vida privada de Pavese lo que ha contribuido a darle vida a la leyenda. Y me gusta decir grietas porque aparecen en el diario como martillazos dados con rabia, con rencor, con resentimiento; el morbo que produce la vulnerabilidad de un escritor queda satisfecho en entradas en las que Pavese se confiesa impotente, misógino, contradictorio, misántropo, escritor consagrado, rechazado por las mujeres y solitario, sobre todo solitario: “La mayor de las desventuras es la soledad; tan verdad es, que el supremo consuelo -la religión- consiste en encontrar una compañía que no falla, Dios” (p. 161). Esta, digamos, segunda vertiente de pensamientos en El oficio de vivir ha hecho que muchos consideren este como un diario menor, adolescente, inmaduro, como si un diario tuviera que aspirar a la coherencia, como si fuera justo juzgar una personalidad por lo que queda consignado en un diario, según concluyó una amiga a la que le compartí algo del desasosiego que me producía la escritura íntima del italiano. No obstante, hay que decirlo, en esta vertiente están incluidos algunos de los textos más bellos de Pavese: “Mi felicidad sería perfecta si no fuese por la fugitiva angustia de adivinar su secreto para encontrarla mañana y siempre. Pero quizá me confundo: mi felicidad está en esta angustia. Y una vez más recupero la esperanza de que quizá mañana bastará el recuerdo” (p. 72).
Pero hay una tercera vertiente de pensamiento en el texto, un tercer tópico, tan oscuro como lúcido: el suicidio. Y muchos se han referido a este como el diario de un suicida; pues lo es, aunque no solo es eso. No podría decir que se trata de una confesión de alguien que sabemos que va a morir y que encuentra en absolutamente todo una razón para ese consabido desenlace. Si la leyenda del suicidio no precediera a la lectura del diario y en general a la lectura de Pavese, es posible que halláramos en ese texto momentos esperanzadores: “No deberías tomar nunca en serio las cosas que no dependen de ti solo. Como el amor, la amistad y la gloria” (p. 68) o “la única alegría en el mundo es comenzar. Es bello vivir porque vivir es comenzar, siempre, a cada instante” (p. 67). Sin embargo, sumado a la leyenda está el hecho que desde 1935 hasta 1950 el suicidio aparece como tema constante, tal vez una obsesión, en las reflexiones tanto eruditas como muy personales y apasionadas de Pavese. Pero este no es, como se ha pretendido, el foco de interés del diario, la razón única de su escritura; sí lo es pensar la poesía, la narrativa (propias, las italianas y universales) y las relaciones con la vida del escritor. Quizá por eso la idea según la cual la vida, como la escritura, es un oficio, es decir, implica experticia, disciplina, estudio, rutinas y, por supuesto, la posibilidad de renuncia.
Estaba terminando de leer el diario, me acercaba al final que ya sabía, y sentí esa nostalgia que uno siente cuando sabe que se acerca el momento de abandonar a un personaje, una forma de pensar con la que convivió y se confrontó durante semanas. Hubo momentos en que odié a Pavese; hubo ideas tan impenetrables que tuve que dejar y avanzar como admitiendo mi imposibilidad; hubo entradas que me ensancharon el alma y otras que la arrugaron hasta la sequedad. Finalmente, extrañé que hubiera alusiones a la guerra dado que el diario se escribe, precisamente, en plena guerra. Pero entendí que ese libro hay que leerlo con ese telón de fondo para darle sentido a su desazón, a su pesimismo, a ese cerrarse de todas las puertas, a ese gesto definitivo, como lo llama el autor: “No palabras. Un gesto. No escribiré más” (p. 403).
*Cesare Pavese, [1952] (2024), El oficio de vivir. Introducción de Natalia Ginzburg, Bogotá, Editorial Planeta Colombiana, 429 p.
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