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El entenado, el escritor

“Todo el mundo conocido reposaba sobre nuestros recuerdos” Fue la primera frase que resalté durante la lectura de El entenado (1983) de Juan José Saer. Para ese momento –las primeras quince páginas de la novela– ya había establecido una inevitable relación con las Crónicas de Indias y con la que he considerado una actualización de estas hecha por un escritor colombiano al que aprecio mucho, Mario Escobar Velásquez en su novela Muy caribe está (1999). La situación de los narradores, el de Saer y el de Escobar, son similares: conquistadores europeos que escriben, ya en su vejez, en primera persona, su experiencia en los territorios colonizados. En ambos casos, los narradores logran un acercamiento a las tribus de indios –estoy usando términos de la novela– que les permite entrar y conocer de primera mano la vida en comunidad, la cotidianidad, las costumbres y creencias de esos pueblos. Sin embargo, Saer lleva ese punto de vista del otro, del extraño que no deja de ser extraño, a sus últimas consecuencias.  


Es el siglo XVI. Un hombre, el narrador, parte de Europa al Río de La Plata junto con un grupo de expedicionarios. Al llegar a las inmediaciones del río, ya en América, una tribu de indios mata a todos los integrantes de la expedición, pero deja con vida al hombre que narra la historia. Los cadáveres son llevados a tierra y allí, descuartizados y preparados los cuerpos, se asan en parrillas para el deleite de la comunidad. Nuestro narrador permanece diez años en esas tierras y, ya en su vejez, escribe las páginas que nosotros leemos. La pregunta que permanece latente durante su larga estadía es ¿para qué lo quieren allí? A diferencia del narrador héroe de la novela de Escobar Velásquez, al narrador de Saer no se le enseña nada, no se le incita a nada, no se le encomienda explícitamente ninguna tarea. Se trata de un otro, extraño, aunque protegido, que contempla durante diez años y, finalmente, es liberado y regresa a Europa. 


La única respuesta que intuye el narrador, el entenado (la palabra quiere decir “hijastro”) es que los indios lo han tenido allí todo ese tiempo para que los contemple y pueda narrarlos: “querían que de su pasaje por ese espejismo material quedase un testigo y un sobreviviente que fuese, ante el mundo, su narrador”.  Entonces la novela puede ser leída no como una crónica de la antropofagia (o no solo de esta manera), para usar la expresión de Juan Villoro, sino como reflexión profunda sobre la instancia narrativa, sobre la transformación que necesariamente suscita la construcción de esta instancia.   


Portada de la novela, por Laguna Libros, 2020


En estos tiempos que corren, cuando todo el mundo habla de la memoria en la literatura, nos viene bien recuperar esa reflexión planteada por Saer cuarenta años atrás ¿Quién ha sido elegido para narrar la memoria? ¿Cómo se configura esa perspectiva? ¿Quién elige y para qué al narrador de la memoria? ¿Es el narrador de la memoria una especie de héroe que viene al rescate de lo perecedero o se trata, más bien, de nuevo en palabras de Villoro, de alguien que ha comprendido “la invaluable lección de ser el otro”? 


No voy a atribuirle a la novela de Saer una categoría que no le pertenece; mi alusión a la memoria se debe a una evocación o asociación que suscitó en mí la cita que hay dos párrafos arriba: todo apunta a que los indios retuvieron durante diez años al entenado solo para que construyera y conservara su recuerdo. Y él se entrega a esa tarea sin saberlo. Esto pone a los indios en una dimensión distinta a la de pueblos que combaten, matan o son asimilados violentamente por los colonizadores, aunque la dicotomía civilización y barbarie esté presente en el relato: Saer dota a los indios de conciencia del tiempo, de su transitoriedad, de su finitud, de su impermanencia y, al mismo tiempo, de su muy humano deseo de trascender y ser recordados.  


Entonces el realismo se toma la novela para mostrarnos la orgía anual de los indios contrapuesta a la sobriedad y recato de la mayor parte de los meses del año; el entenado trata de descifrar la gramática de una lengua en la que las palabras significan cosas distintas, no siempre relacionadas (este intento por describir una lengua inventada recuerda las lenguas de Tlön en el famoso cuento de Borges); el paisaje orillero aparece como en otras novelas de Saer, aunque con el asombro de quien lo ve por primera vez y necesita recordarlo para siempre, así la vegetación, la luz, el cambio de color en el agua del río, la tarde, la mañana, la noche, las estrellas y la luna: “Gracias a ella todo, que derivaba, inacabado, en lo oscuro, parecía saber algo de nosotros y prometernos una aniquilación menos ciega. Aunque no fuese capaz de preservarnos ni de interceder, la luna tibia con su compañía insistente podía darnos la ilusión de que lo inacabado nos medía, desde el exterior, con un rasero no muy diferente del que nos aplicábamos nosotros mismos”.  


De esta manera, Saer revisita el relato de la crónica de la conquista, pero construye un nuevo punto de vista, inusitado: exento de exotismo, no podemos decir que esa nueva realidad le sea absolutamente familiar. El juicio se pone en suspenso y, de esa manera, la experiencia se asimila a la principal materia para la escritura; una experiencia que es sensorial, física, pero quizás, fundamentalmente, interior, íntima, subjetiva. De ahí que el recuerdo, no la memoria, se constituya en el gran motivo de la novela; más precisamente tendríamos que hablar del lugar del recuerdo en la escritura, en la configuración de la narración y de la instancia narrativa, y del escritor también: “Conmigo, los indios no se equivocaron; yo no tengo, aparte de este centelleo confuso, ninguna otra cosa que contar (...) Ya no sé dónde está el centro del recuerdo y cuál es su periferia”.  


El entenado es, finalmente, un escritor. El distanciamiento del universo ficcional del siglo XVI no es suficiente para quitarle esta idea de la cabeza al lector; y como escritor, este narrador ya anciano solo puede contarnos lo que ha vivido, lo que contempló, lo que aprendió de esa experiencia de ser, siempre, un otro. Lo común ha sido contar la rareza de los pueblos conquistados y, a veces, la asimilación que hace el colonizador de esa realidad, el mestizaje; en esta novela, esa asimilación no es un propósito. El gran acontecimiento del entenado es su autodescubrimiento como narrador, y eso implicará siempre encontrar y exponer algo, o todo, de sí. 

Comentarios

  1. El "entelerido" narrador : ¿tiene acaso la suficiente memoria para no repetir su inacabable perorata? . Narrador, narradorcito: ¿qué sería de tu ruina, sin arruinados?. Pronto leeré a Saer.

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