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El fin del mundo debe ser el olvido

El fin del mundo debe ser el olvido. Los fines del mundo, que son muchos, no se mencionan en la gran prensa ni aparecen en los noticieros; se encubren todo el tiempo como una impureza en la piel y sucumben a esa naturalización del horror.  

Me sucede por estos días que paro una lectura para iniciar otra, generalmente del mismo autor. Interrumpí Zona de obras para leer Los suicidas del fin del mundo, escrito por la portentosa Leila Guerriero al comienzo de este siglo XXI –portentosa es un adjetivo que aprendí de ella precisamente– y publicado en 2005.  

Si no la hubiera escrito Guerriero esta sería la historia de una ola de suicidios que ocurrió en Las Heras, sur de Argentina, a finales de la década de 1990 y comienzos de los 2000. Pero como lo ha escrito ella, este libro es eso y muchas otras historias, eso y muchas otras perspectivas, eso y la historia de un pueblo, eso y la vida de los homosexuales en una comunidad aferrada a valores conservadores, eso y los efectos de la explotación del petróleo en las familias del sur más sur, eso y unos modos de vida que asfixian a los habitantes hasta vencerlos, eso y el relato de la configuración de un contexto condenado y que condena. 

Lo anterior no se logra solo escribiendo bien, como lo ha dicho la misma escritora y periodista; se logra con investigación, pero no se trata de una investigación cualquiera. Uno recuerda un poco al Truman Capote de A sangre fría: una vez se entera del hecho, va al lugar donde ocurrió, pero no se contenta con hacer un par de preguntas para confirmar lo que todo el mundo sabe, sino que se queda para entender. Y asume ese riesgo. Sin embargo, el trabajo no termina allí: además del tacto para acceder a las voces, que no son simples fuentes, son voces, la escritora debe encontrar la forma de orquestarlas en el texto sin que su punto de vista se imponga, sin que su interpretación sea la protagonista, sin que la opinión cargada de valoraciones estropee esa visita incómoda que los lectores hacemos a Las Heras.  

Lo anterior no es objetividad, no quiero llamarlo de esa forma. En la crónica se construyen atmósferas, situaciones, descripciones, fisonomías de las víctimas y testigos que indudablemente obedecen a una lectura o interpretación de la periodista; sin embargo, las fisonomías intelectuales de los testimonios (personajes), sus voces, su versión sobre sus propias vidas no se ven vulnerados por una voz autoral que pretende explicar. De hecho, los suicidios no son descritos con espectacularidad: “Cuando volvió la encontró ahorcada, balanceándose en el vano de una puerta” (p. 97). En ese sentido, me llaman la atención las breves intervenciones de la escritora en los diálogos con los testigos: “¿Nosotros quiénes?”, “¿Y dónde está la carta ahora?”, “¿Cómo se dio cuenta?”, “¿Te lo dicen seguido?”, “¿Qué libros?”. Se trata de preguntas que cumplen la única función de ampliar información necesaria para entender; no hay juicios, no hay cuestionamientos a las actitudes y actuaciones de quienes cuentan su historia. 




Por otra parte, merecen especial atención dos recursos que la escritora explota con destreza y eficacia, aunque bien podría decir maestría. La personificación del viento del sur sin el cual la crónica perdería veracidad, verosimilitud, literaturidad, todas estas cosas, así parezca paradójico hablar de ellas al mismo tiempo y para referirme a un texto periodístico, a una no ficción como se insiste en nombrar este tipo de obras; y la prolepsis que surte un efecto de distanciamiento de los hechos narrados, pues por momentos se interrumpe la narración para adelantarnos algo que ocurrió posteriormente, con lo que se refuerza la idea de que el hecho ocurrió y que quien escribe conoce a fondo la historia, le ha hecho seguimiento y, en esa medida, se convierte en una autoridad para contarla. 

Quizás la creación del personaje del viento sea uno de los aspectos que más nos haga pensar en la dimensión literaria de esta crónica (el subtítulo del libro es Crónica de un pueblo patagónico). Decir “El viento pateaba para poder entrar” (p. 126) no es solo una personificación; antes, el viento ha hecho temblar las ventanas, se ha hecho única presencia en la ciudad, ha amenazado con hacer volar por los aires a la periodista, y ha hecho que toda la vida en Las Heras trascurra en interiores no siempre cálidos, no siempre protectores. El viento atraviesa toda la crónica, es una presencia que amedrenta y resulta ser fundamental en ese entendimiento que busca lograr y suscitar la escritora. No podemos decir que el viento sea el culpable de los suicidios –incluso en la ficción más ficción sería sospechoso- pero allí esta, haciendo más agobiante la vida en ese lugar.  

No creo que el libro explicite una explicación al fenómeno de los suicidios, o no una sola. Lo que experimenta Las Heras es una expresión de melancolía social, se dice en el testimonio de una trabajadora social entrevistada por Guerriero. Si bien no me arriesgaría a decir que esta la respuesta, la solución del enigma que cualquier lector de crónicas rojas esperaría, creo que esta como muchas otras ideas contribuyen a que el fenómeno pueda entenderse desde su multicausalidad. Para mí, lo más aterrador de todo es aceptar lo que dice esta misma trabajadora social: “La gente naturaliza cosas graves” (p. 140). En Las Heras las cosas graves son muchas, además del suicidio ¿Aquí donde leemos este comentario cuántas y cuáles son? 


 

Comentarios

  1. No he leído el texto de Guerriero, pero luego de leer tu entrada en la Parroquia Vil, me quedo pensando en esa capacidad del ser humano de hacerse el de la vista gorda con prácticamente todo lo que acontece a su alrededor. Me pregunto en ese sentido, si la naturalización de las tragedias es en parte debido a la sobreexposición muchas veces amarillista que hacen los medios de comunicación de ellas e incluso me pregunto qué tanta parte tiene en este fenómeno la industria del cine. La primera por la deshumanización al momento de transmitir los hechos y la segunda por la espectacularidad con que dotan la recreación de las circunstancias trágicas de la vida y del mundo, que termina por volverlas entretenimiento para los ojos de las personas dado que su mirada pocas veces se levanta de las pantallas —y cuando la levantan, casi siempre es para juzgar al otro—, por lo que pocas veces tienen la oportunidad de ver la cara o escuchar la angustia de quien padece una tragedia personal. Quizá la personificación del viento en el texto de Guerreiro sirva para llevar con fuerza por el mundo esas voces ahogadas o ignoradas por las personas antes de que les llegue el olvido definitivo o antes de que la “historia oficial” imponga su versión de los hechos.

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    1. Gracias por leer La Parroquia. Así es, pienso que la pregunta es ¿Qué es eso horrible que hemos naturalizado? ¿Cómo nos acostumbramos a vivir con el horror? Viene muy bien plantearlas para el contexto nuestro, Colombia.

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  2. Me parece Guerreiro encantadora, con ella se puede viajar entonces al fin del mundo, para zambullirse en un esfuerzo de ética profesional, esquivo, en tiempos de "CHIVA" .

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  3. El fin del mundo está en nuestra parroquia, Nicolás.

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