No me había interesado por Ricardo Piglia sino hasta que leí Teoría de la gravedad, de Leila Guerriero. Vi Plata quemada (2000), la película, más por el morbo que suscita la historia de dos delincuentes homosexuales que por seguirle el rastro al escritor argentino. Por Guerriero llegué a una antología personal de Piglia de la que espero hablar luego en este blog; y ahí encontré cosas que no buscaba: cuentos que desconciertan por sus motivos y destrezas formales, ensayos de una apertura envidiable, crítica de alto nivel; encontré a un gran lector. Durante la lectura de la antología supe que tenía que leer Plata quemada (1997), ahora sí, incitado por las afirmaciones de Piglia sobre la tradición en la novela argentina, su concepción de la ficción y su posición respecto a asuntos como la cultura popular y la función social de la escritura literaria.
La novela Plata quemada no es solo la historia de dos delincuentes homosexuales. Los delincuentes son una parte de un sistema social complejo y degradado por el crimen, la corrupción, la desconfianza en quienes representan la ley, la ausencia de norma, la falta de referentes. Solo eso puede explicar esa tierra de nadie que rodea y atrapa a delincuentes y policías, y que los encierra hasta asfixiarlos. La metáfora es horrible: un nido de ratas que se rodea, se ataca y se aniquila. No hay escrúpulos. Crimen, drogas, sexo, sordidez, locura, todos estos son elementos presentes en el relato. El robo de un banco —todo apunta a que este fue un hecho real en la historia argentina de mediados del siglo XX— sirve de pretexto a Piglia para representar una sociedad anómica, defectuosa en todos sus niveles, incluso en el que están quienes representan la ley (policías, altos mandos militares).
La mayor parte de la narración trata de las horas de encierro de los delincuentes en un apartamento, donde son rodeados por policías y desde donde emprenden una ofensiva desesperada, atizada por drogas y alcohol para hacer de ese último momento la expresión de un “ya nada importa, ya no hay nada que perder”. Y cuando ya no hay nada que perder sale a la luz toda nuestra pequeñez, vulnerabilidad y miseria humana. Pero aquí la miseria no tiene que ver con la escasez material sino con la pérdida casi absoluta de humanidad, o con el descubrir que la humanidad es, también, injusticia, traición, desigualdad, dolor e insensibilidad.
Desde el punto de vista composicional, la novela toma recursos de la crónica: se cuenta el evento principal en su sucesión temporal; se reproducen declaraciones de participantes y espectadores del hecho; se introducen versiones distintas de un mismo hecho; el narrador se hace deliberadamente poco confiable, pero no nos importa; el efecto es el de las buenas novelas: sentirnos vinculados de alguna manera a personajes que, muy probablemente, repudiaríamos en la realidad. Porque la novela ha logrado ahondar en esa personalidad, en sus condiciones, en su situación, hasta tocar algo de la nuestra. Ese es su mecanismo.
Anomia, novela negra, narrador no fiable, antihéroe. Todas esas categorías circularon en mi cabeza mientras leía esta novela; porque no creo en ese silencio absoluto en el que muchas personas dicen leer, en ese evadirse del mundo real. Al contrario, nada conecta más con el tal mundo real que una novela así, que desajusta, desarma y te enfrenta a prejuicios. No se está más tranquilo en el universo de esa novela, no se deja de pensar. Y es una decisión del lector permanecer ahí, tal vez a pesar suyo.
No encuentro otra manera de explicar cómo puede un lector llegar a sentir empatía por quienes son, claramente, antagonistas, si no en la novela, sí en la sociedad. Ese, creo es el carácter del género negro: somete al lector al ponerlo en el límite de su moral. De hecho, el título de la novela se inspira en una escena muy reveladora de la historia en la que esta encrucijada moral se expresa con mayor claridad: el gesto de quemar la plata robada cuando ya nada importa es trasgresor en sí mismo; también puede parecer absurdo, pero lo realmente transgresor de la humanidad es llegar a pensar y expresar que los criminales —que son personas— valen menos que el dinero que se está convirtiendo en cenizas. Quemar la plata representa una agresión al valor supremo, al material, al capital, a la forma de vida que eso material permite; es poner en evidencia la fragilidad de los valores en los que está soportada esa sociedad.
En realidad, la novela representa un mundo en el que nada vale: ni la plata robada y quemada, ni la familia, tampoco la institucionalidad, es natural traicionar la amistad, no hay idea del honor y menos de la verdad —ni la de los personajes ni la de quien narra. En toda esa aridez, en esa esterilidad de afecto y compasión, el amor es algo muy frágil, casi imperceptible y, necesariamente, deviene en tragedia. Y la tragedia es, fundamentalmente, reconocimiento. Plata quemada se justifica por suscitar ese desencuentro.
Plata quemada, plata embolsillada, plata feriada, plata robada, plata malversa. Y la que se le ocurra "contador". La Parroquia, parece rodear la periferia, hito inverosímil para esta realidad de vértigo, aplastante y caprichosa. Acompasa entradas con sutileza, no digo estériles, más bien luminosas. Candil sin réditos, rival sin buscarlo de la incultura. Ignominia agresora. Los parroquianos que comulguen a la entrada, sin duda, masquen, ¡masquen bien! maceren el bolo, traguen, y, a la vuelta de dos divinos segundos la plata estará en un sitio seguro, la alcancía del Abad .¿Pomada para la quemada?. Quema, arde, quema las lenguas de fuego sobre las testas, ¡por fin la ley!. La ley del callejón, la ley del mamón. El apaga antorchas, Prometeo invertido.Usurpador.
ResponderEliminarAsí es, Nicolás. Hay que mascar bien. Ojalá esto dé suficiente material para un buen mascar. Gracias por tu comentario.
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