“Mediado ya el camino de la vida, / me vi de pronto en una selva oscura, / y del todo perdido el rumbo cierto”, dice Dante en el primer canto del infierno, de su Divina comedia (año 1304 aproximadamente). En una selva oscura, no blanca. Pues bien, el tránsito contemporáneo a algo (que sabemos es la muerte) que propone Jon Fosse en Blancura vuelve sobre ese motivo cuyo antecedente más importante, no el único, al menos para la tradición literaria occidental, está en el gran poeta de la Edad Media. El sujeto que narra está en la misma situación de Dante: “del todo perdido el rumbo cierto”, solo que antes ha salido en su carro sin un destino planeado y debe detenerse en un bosque ya que el vehículo se atasca. Es fin de otoño y empieza a caer la nieve sobre el bosque. A partir de ahí, comienzan a suceder cosas extrañas: la oscuridad, la presencia de una luz, de los padres y un hombre de traje negro como representación muy moderna de la muerte. Estoy dando por sentado que esta corta novela trata del tránsito a la muerte y de todos los fantasmas que la cultura le ha impuesto a ese momento; porque parece ser que no nos vamos de este mundo solos, alguien nos guía, siempre nos acompaña alguien o algo, en el peor de los casos nuestras propias pesadillas.
Lamento que este haya sido mi primer contacto con el premio Nobel de 2023. No he leído nada más de él, y creo que sucumbí a esa expectativa que la institución y el mercado construyen en torno a alguien que ha ganado un premio tan importante. Críticos, comentaristas y booktubers coinciden en que esta novela es complemento de otras del escritor noruego. Y uno no puede evitar pensar en la falta de escrúpulos de la industria editorial que corre a publicar cuanta cosa haya del premiado, así haya que aumentar el interlineado del texto para justificar un libro, es más, para justificar la tapa dura de un libro. Eso sucede con Blancura, da la impresión de ser un texto menor, un complemento, quizá un bosquejo de algo. Todo el tiempo tuve la sensación de estar leyendo un libreto para teatro, un monólogo. Y eso está bien. Pero la cosa no está tan bien cuando se lee o escucha a lectores más asiduos de su obra decir que ese motivo había sido mejor tratado y desarrollado en otras de sus novelas.
Inevitablemente, leemos a partir de la tradición, comparamos y, sea injusto o no, a veces llegamos a la conclusión de que alguien ya lo hizo y lo hizo mejor. Puede ser una exageración mía la evocación de Dante, pero no me parece desatinada. Creo que Dante -y muchos otros- ya lo había hecho y mejor, al menos uno no se cansa de volver a esa forma de tratar el tema, es inagotable, es un clásico.
Pero el premio tiene ese efecto: de un día para otro, el mundo entero está hablando de un escritor y los comentaristas -incluso yo- se sienten en la necesidad de decir algo. Aunque yo no compré el libro, me lo regalaron. Leer al Nobel de literatura más reciente se convierte en una especie de imperativo y se asume, de entrada, que todo lo que ha escrito es bueno, vale la pena, “una obra sin precedentes” como anuncian las cintas publicitarias que colocan en las tapas de los libros nuevos. Sin embargo, en este caso sí hay precedentes, y de qué talla.
Hay un único asunto que me conmovió del monólogo de Fosse: el hecho de llevar a la escena del bosque blanco (en oposición a la selva oscura dantesca) a los padres ¡Cuan determinantes son! Cada gesto por pequeño que sea no pasa desapercibido en el proceso de configuración de lo que somos en la adultez y que conservamos hasta el final. Vivo algo de eso en este momento de mi vida; a punto de cumplir cuarenta veo a mis padres en mis gestos, en mis palabras, en mis percepciones. Cercanos o lejanos no dejo de reconocerme en ellos, en su recuerdo.
En esta forma contemporánea de representar y pensar la muerte me llama la atención ese gesto ¿Por qué los padres? A lo mejor sea este el aporte a la elaboración de ese motivo; es sutil, pero determinante. Los enunciados de la madre y el padre en la novela, referidos por el narrador, son simples, triviales, no tienen nada de espectacular, no son un gran recuerdo, pero logran tener trascendencia. De hecho, pueden explicar muchas de las actitudes de ese narrador que, sabemos, va camino a un más allá.
Podría decir que la novela es mala, que no la lean, que mejor vayan a Dante, pero no he querido hacer de este blog un escenario para la insensatez, tan común en los comentaristas (y yo soy un simple comentarista). Al contrario, pienso que hay que vivir la experiencia de leer la novela, de hacerse preguntas acerca de la recepción que suscita un premio, sobre la fragilidad de nuestro juicio lector, de la imposibilidad de ser autónomos en el espacio de lectura y de la necesidad de leer tratando de establecer un contacto con la tradición. Creo que eso nos salva de repetir frases de cinta publicitaria y nos permite entrar en el texto con más dignidad. De todas maneras, el premio Nobel nunca sabrá que esto se escribió.
*A Marce, que me regaló el libro.
Comentarios
Publicar un comentario