Ir al contenido principal

La vorágine (1924), un mal augurio

Tenía unos veinte años cuando leí La vorágine (1924) por primera vez. Era estudiante de licenciatura y asumí el reto de leer el canon de la literatura colombiana (me faltaban María y La vorágine porque Cien años de soledad lo leí a los diecisiete). Me gusta recordar la edición que leí en ese entonces: la había conseguido en La Bastilla, de segunda (hoy les decimos libros leídos) y el librero la tenía envuelta en plástico y sellada con cinta adhesiva; no se trataba de un incunable precisamente, pero para mí lo era. Se trataba de una edición de Círculo de lectores incluida en una colección llamada Joyas de la literatura colombiana. La tapa dura, azul oscuro, con sus letras doradas y repujadas me hacían pensar que estaba leyendo un auténtico clásico. Luego recordé que años atrás esas colecciones las compraban en algunas casas como bibliotecas que adornaban las salas de estar. 


La vorágine, Colección Joyas de la literatura colombiana, Círculo de Lectores

La que compró el estudiante de aquella época olía a viejo y tenía las páginas muy amarillas, no por usadas sino por el evidente paso del tiempo. Así y todo, la llevé conmigo durante días y me sumergí en un mundo del que solo me quedó el recuerdo de la tragedia, del genocidio, de la injusticia, de la explotación y de la historia de don Clemente Silva, más que la de Arturo Cova y Alicia. Ese primer efecto opacó cualquier otra impresión sobre la experimentación con el lenguaje, la huella del modernismo y el sorprendente aparataje ficcional de la novela. Veinte años después, a punto de cumplir cuarenta, he vuelto a esa historia y tengo que admitir que el efecto no se modificó mucho, aunque tuve la precaución de no dejar oscurecer los demás asuntos que, sin lugar a duda, han hecho posible que celebremos cien años de publicación de la novela de José Eustasio Rivera.

¿De cuántas violencias está hecha la literatura colombiana? Esa fue la pregunta que me asaltó durante la lectura de la primera parte de la novela, esta vez en una edición “cosmográfica” de Uniandes enriquecida con mapas, textos históricos y estudios de expertos de distintas disciplinas. La pregunta no tiene que ver solo con la mención de la palabra Violencia (con V mayúscula) en la segunda línea del texto sino con la presencia de lo agreste, de lo brusco, de la ira y una como locura desde la primera parte. No recordaba de mi primera lectura esa fuerza que raya con lo insoportable en las acciones de Arturo Cova celoso, posesivo, energúmeno y borracho hasta lo irracional. El amor, que es un motivo en la novela, está impregnado de rabia; no es al amor de María y Efraín, pensé.


La vorágine, Edición Uniandes, 2024

Sin embargo, me conmoví con la belleza de las descripciones de la naturaleza, de la selva -todo un personaje en la construcción de Rivera- que tiene vida y siente en una, por momentos, sintonía con el Cova poeta. Se ha dicho que Rivera había perfilado esta perspectiva de la selva desde Tierra de promisión (1921), su poemario. No creo desatinar si digo que es en esa mirada muy poetizada de la naturaleza -por momentos agreste y también violenta; por momentos apacible y pura en su relación con la divinidad- donde se manifiesta el modernismo que se ha reconocido en la obra del escritor huilense. Algo valioso y memorable de esta lectura fue percibir con mayor claridad este acento, este otro rasgo, más allá de la denuncia que había quedado tan marcada en mi recuerdo de hace veinte años. 

Sin embargo, el realismo que sirve de fundamento a la denuncia estuvo tan presente en la lectura de las siguientes dos partes de la novela, y leí con estupor nuevamente la escena del bebé indígena arrojado a los caimanes, y las niñas abusadas por los caucheros. También volví a vivir la tristeza del relato de Clemente Silva en busca de su hijo Luciano, una constante en la historia de este país nuestro lleno de familias que buscan a sus seres queridos desaparecidos. Es en el planteamiento de la denuncia donde Rivera juega con todos los recursos de la ficción: la novela es, al mismo tiempo, documento, evidencia, la huella de la ignominia; Cova es autor, narrador y, al mismo tiempo, personaje; la novela se hace fuente y no nos importa si se trata o no del caso de una escritura comprometida. No hay duda de su carácter literario, como una muestra de que toda literatura está comprometida con algo.

Quizá lo que más cuesta aceptar de la lectura de La vorágine, cien años después de su aparición, es que poco o nada ha cambiado. Ni la Violencia, ni la explotación de los indígenas; tampoco la injusticia y la corrupción. Nuestra civilización sigue siendo cruel con cualquier forma de vida. Habrán cambiado los personajes, el objeto de la ambición y, quizá, los contextos geográficos, pero el horror allí representado sigue siendo la cotidianidad de miles de colombianos. En este sentido, Rivera fue al mismo tiempo denunciante y profeta: leyó y representó bien las formas de la inhumanidad de su momento y anticipó lo que sería la historia del siglo XX y lo que va del XXI. Alguien dijo hace poco, refiriéndose a este triste balance, que seguimos devorados por la selva, perdidos en su oscuridad. Aceptar eso cien años después produce una resaca de la que es difícil reponerse. La frase con la que termina la novela ha sido como un mal augurio. 

Recomendados:

Leer La vorágine (1924-2024) Lectura en voz alta en 10 sesiones de una hora.

José Eustasio Rivera. Fondos abiertos de autores colombianos. Banrepcultural


Comentarios

Entradas populares de este blog

¿Para qué un desfile de mitos y leyendas hoy?

Una mujer de casi ochenta años estuvo de pie, al lado mío, durante las casi dos horas que duró el paso del desfile en la tarde de ayer. La acompañaba su nieta, de unos treinta, y un nieto, de máximo seis. Presencié el desfile al lado de tres generaciones. Quiero decir que lo más bello del desfile transcurre entre los cientos de personas que se asoman a la calle, a la esquina, a los balcones, a las puertas y ventanas para ver lo que vemos cada año, aunque con la expectativa de la primera vez. Hay quienes todavía se asustan con las máscaras y gritos de los personajes disfrazados, también están los que critican (como yo), los que se conmueven y evocan (también como yo) otros desfiles de otros tiempos, y quienes a pesar de los cambios inevitables creemos que en el desfile anual de mitos y leyendas del pueblo está nuestra historia, nuestra memoria, nuestros malestares y contradicciones, en fin, lo que hemos sido, lo que somos y lo que queremos ser.    Mientras veía pasar pancartas,...

Contra el turismo literario

Quiero sonar, nuevamente, deliberadamente, combativo. Hoy veo la necesidad de decir dos o tres cosas sobre el turismo literario, tan de moda en estos días. Y que, como toda moda, pasará dejando un montón de papel que, en el mejor de los casos, servirá para el reciclaje, y, sobre todo, mucho humo… En primer lugar, hablar de turismo literario en un contexto en el que no se ha invertido en la promoción y conservación de obras, autores y autoras de los municipios de Antioquia es un sinsentido. En segundo lugar, no es la cultura, no es la literatura, lo que interesa a los genios de la gestión cultural que están promoviendo tal cosa; se trata de una modalidad de extractivismo patrimonial. Finalmente, en tercer lugar, el tal turista literario no es una figura que interese a la literatura; tomarse fotografías con estatuas y leer en los municipios la información que pueden encontrar en la Wikipedia no puede considerarse una acción que beneficie al patrimonio literario de los municipios. Ahora...

Cien años de soledad y punto

Quise releer Cien años de soledad no tanto por su reciente reaparición sino por una clase que debía preparar para el mes de noviembre. Digo releer no para presumir sino porque esa experiencia puede jugar a mi favor en este comentario. Desde el momento que empecé, a pesar de este nuevo lente mío que se ha ido construyendo en los últimos diez años, tuve la certeza de que nada de lo que había vivido en las lecturas anteriores había cambiado. Cada frase se me hizo tan sorprendente, tan reveladora, tan nueva, como la primera vez que lo leí a los diez y siete años en el cuarto que me habían destinado para cuidar el sueño de la abuela Belarmina. Ahí estuve, en ese universo tan completo, tan bien imbricado, tan suficiente, como el joven que apenas si sabía quien era García Márquez y el tal realismo mágico. Esta vez leí con lápiz en mano; identifiqué los motivos principales de cada uno de los veinte capítulos; pude percibir la precisión y la artesanía con que se articulan las historias; rede...