Ir al contenido principal

El hijo del héroe, de la cubana Karla Suárez

No me satisface ninguna de las versiones que he dado sobre mi viaje a Cuba en enero; siempre dudo de lo que digo, tengo que hacer precisiones, me veo en la obligación de justificar apreciaciones y todo termina en humo, en una versión sobre algo que no se puede definir. Admito que soy terco con estos imposibles. Tal vez este, como ningún otro, resultó ser un viaje a una realidad que uno no alcanza a comprender y quizá por eso me empeñé en buscar en el cine y en la literatura mejores explicaciones a esa realidad más inasible que todas. 

Al terminar 2023 los únicos referentes literarios que tenía sobre Cuba eran Leonardo Padura cuya novela Como polvo en el viento comenté en este blog; también había leído el Samizdat de la Habana, de Daniel Ferreira, sobre el que también escribí algo; y habrá que mencionar uno que otro texto de José Martí y Dulce María Loinaz que leí en la universidad. Por lo demás, mi conocimiento sobre cultura literaria cubana es realmente pobre. Ese exiguo bagaje era toda mi preparación para el viaje. A mi regreso, lleno de preguntas, vi la película Antes que anochezca (2000) y el documental Cuba libre (2016), buscando palabras más certeras de lo que fue esa experiencia de dos semanas en Cuba. Quizá por eso mismo llegué a este libro sobre el que quiero escribir hoy, el libro que Paula leyó durante el mismo viaje y que reseñó en este episodio de Gente que cuenta. Me refiero a la novela El hijo del héroe (2017) de la escritora cubana, radicada en Portugal, Karla Suárez.

La novela trata de un largo episodio de la historia de Cuba que, para mi escaso saber del tema, era desconocido: la participación de ese país en la guerra de Angola (1975-1991). Quien narra, ve y recuerda todo es Ernesto (como el Ché, porque aprendí que los nombres en la novela y en la isla están conectados con la historia), el hijo de uno de los miles de cubanos que fueron acuartelados y enviados a África a hacer parte de una guerra ajena. Ernesto vive en Cuba y, ya adulto, como muchos otros cubanos, se va a Europa con una novia peruana y se instala primero en Alemania y luego en Portugal. Me arriesgo a decir que Suárez ejerce un dominio envidiable de los espacios y los tiempos de la narración; va y viene sin que el lector pierda de vista los motivos y sin esconder los puntos de vista, muy críticos, por supuesto, sobre los distintos momentos de la historia de Cuba que abarca más de medio siglo, pues el relato va desde que los padres de Ernesto se conocen hasta el periodo más reciente, más cercano a nosotros, en el que el hijo del héroe emprende la búsqueda de su padre muerto en la guerra, y toda búsqueda será la de una historia.



Tengo que decir que leí esta novela como he leído algunas durante los últimos cuatro meses; no sé por qué he dado con lecturas en las que los hijos buscan la historia de sus padres que ya no están, que han muerto. Azares de la lectura, eso quiere creer uno. Solo que, en este caso, la muerte del padre está ligada a un hecho histórico sin precedentes, a un silencio histórico, como si con el esclarecimiento de esta historia personal y familiar saliera a la luz una verdad sobre un país, sobre una época. Se dirá que es una muestra más de cómo la literatura convierte lo particular en universal, puede ser, pero quiero insistir en que aquí es distinto, quizá por el acento político, quizá porque se trata de Cuba o, tal vez, porque se trata de la escritura de una cubana crítica de la Revolución y su incesante necesidad de héroes para auto justificarse.

En todo caso, la historia que poco a poco va reconstruyendo Ernesto permite conocer, como de primera mano, cómo era ser niño, niña y joven en Cuba en los años ochenta y noventa del siglo XX; cómo funciona el sistema educativo; también se cuenta en la novela sobre la forma en la que el régimen permea la cotidianidad de los habitantes de la isla, desde la radio y la televisión hasta las conversaciones de acera; y hay que mencionar cómo quedan documentados los hechos políticos decisivos durante ese periodo. Aunque, viéndolo bien, todo asunto, incluso el más nimio, tiene una connotación política en este contexto. La historia, que se dice en la novela “los cubanos llevan pegada todo el tiempo a la piel”, se escribe en todo momento, cada día, y no es este un decir, al menos para lo que sucedía en los últimos años de la década de los noventa. 

Pero no es solo eso lo que queda de la lectura de la novela, no son solo datos de cultura general sobre la historia de ese país. Algo, como un desencuentro y un enigma (para emplear la palabra que usó hace poco Juan Esteban Villegas), queda en el aire. Algo indefinido que se corresponde con la sensación que tuve al visitar ese país. Por supuesto, esto no significa que la novela no cierre o que tenga fallas estructurales para alimento de la crítica malsana. Quiero decir que esa escritura logra recrear en el lector esa angustia que puede significar que uno, su familia y su sociedad, generación tras generación, sobreviva entre secretos y verdades a medias, siempre a la espera de que algo ocurra y todo cambie. Es cierto que de ilusiones y utopías vivimos todos, y que lo último que se pierde es la esperanza, eso dicen, pero tanto mi viaje como la novela constatan que esa ilusión parece ser más lejana para unos que para otros.

*Esta entrada de la parroquia está dedicada a Paula, porque siempre será mejor conversar.

Suárez, Karla, [2017] 2020, El hijo del héroe, México, Fondo de Cultura Económica.

Comentarios

Entradas populares de este blog

¿Para qué un desfile de mitos y leyendas hoy?

Una mujer de casi ochenta años estuvo de pie, al lado mío, durante las casi dos horas que duró el paso del desfile en la tarde de ayer. La acompañaba su nieta, de unos treinta, y un nieto, de máximo seis. Presencié el desfile al lado de tres generaciones. Quiero decir que lo más bello del desfile transcurre entre los cientos de personas que se asoman a la calle, a la esquina, a los balcones, a las puertas y ventanas para ver lo que vemos cada año, aunque con la expectativa de la primera vez. Hay quienes todavía se asustan con las máscaras y gritos de los personajes disfrazados, también están los que critican (como yo), los que se conmueven y evocan (también como yo) otros desfiles de otros tiempos, y quienes a pesar de los cambios inevitables creemos que en el desfile anual de mitos y leyendas del pueblo está nuestra historia, nuestra memoria, nuestros malestares y contradicciones, en fin, lo que hemos sido, lo que somos y lo que queremos ser.    Mientras veía pasar pancartas,...

Contra el turismo literario

Quiero sonar, nuevamente, deliberadamente, combativo. Hoy veo la necesidad de decir dos o tres cosas sobre el turismo literario, tan de moda en estos días. Y que, como toda moda, pasará dejando un montón de papel que, en el mejor de los casos, servirá para el reciclaje, y, sobre todo, mucho humo… En primer lugar, hablar de turismo literario en un contexto en el que no se ha invertido en la promoción y conservación de obras, autores y autoras de los municipios de Antioquia es un sinsentido. En segundo lugar, no es la cultura, no es la literatura, lo que interesa a los genios de la gestión cultural que están promoviendo tal cosa; se trata de una modalidad de extractivismo patrimonial. Finalmente, en tercer lugar, el tal turista literario no es una figura que interese a la literatura; tomarse fotografías con estatuas y leer en los municipios la información que pueden encontrar en la Wikipedia no puede considerarse una acción que beneficie al patrimonio literario de los municipios. Ahora...

Cien años de soledad y punto

Quise releer Cien años de soledad no tanto por su reciente reaparición sino por una clase que debía preparar para el mes de noviembre. Digo releer no para presumir sino porque esa experiencia puede jugar a mi favor en este comentario. Desde el momento que empecé, a pesar de este nuevo lente mío que se ha ido construyendo en los últimos diez años, tuve la certeza de que nada de lo que había vivido en las lecturas anteriores había cambiado. Cada frase se me hizo tan sorprendente, tan reveladora, tan nueva, como la primera vez que lo leí a los diez y siete años en el cuarto que me habían destinado para cuidar el sueño de la abuela Belarmina. Ahí estuve, en ese universo tan completo, tan bien imbricado, tan suficiente, como el joven que apenas si sabía quien era García Márquez y el tal realismo mágico. Esta vez leí con lápiz en mano; identifiqué los motivos principales de cada uno de los veinte capítulos; pude percibir la precisión y la artesanía con que se articulan las historias; rede...