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Mi primera lectura de David Foster Wallace

Una reconocida publicación periódica pide a un famoso escritor contar su experiencia de viaje de una semana en un crucero de cinco estrellas (¿o cuatro?), para eso la revista paga el crucero y, muy probablemente, paga al escritor. El resultado es un relato del que no sorprende tanto el detalle del día a día en un entorno diseñado para que los clientes se sientan cuidados y no tengan que preocuparse por hacer absolutamente nada (eso sería un desperdicio), sino el retrato certero y quizás por eso mismo risible de un sector importante de la sociedad norteamericana que, tenemos que admitir, es hoy por hoy todas las sociedades o lo que muchas de estas quisieran llegar a ser. 


Me refiero a Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer (1997), de David Foster Wallace. Es un libro corto, de 150 páginas, catalogado como crónica en algunas reseñas. El texto se termina de escribir en 1995 y ese es el mismo año del viaje en el crucero, por lo que tenemos la oportunidad de asistir, también, a toda la expectativa del final del siglo XX: “[…] esta vez no estudiando Empresariales sino algo que él asegura que se llama <producción multimedia>. - ¿Tienen un departamento sobre eso? - Es una cosa interdisciplinar. Ponto va a ser la puta bomba, colega. Ya saber. CD-ROM y mierdas de esas. Chips inteligentes. Cine digital y todo el rollo” (119-120). Pero no es la tecnología el centro de la reflexión sino la “americanidad esencial y desagradable”, como la llama el mismo escritor. 


Como se ha dicho en muchas otras ocasiones, no hay mejor forma de expresar la autocrítica y el autoconocimiento que a partir de la ironía, la parodia, el chiste y la hipérbole. Las mejores realizaciones de estos recursos ocurren como un efecto de la auscultación de nuestras realidades personales y sociales; es la paradoja del carnaval. Pero todo eso no redime del sufrimiento que implica admitir la propia miseria, el propio absurdo, la propia pequeñez. Creo que esta idea viene bien para acercarse a esta crónica de Foster Wallace. Con esto admito que me parece acertado hablar de crónica en este caso, en el sentido más contemporáneo del término.  



Y como crónica, el texto reconstruye un evento (un viaje en crucero por el Caribe) en su sucesión temporal (una semana); pero no es eso lo más importante sino el punto de vista particular, la capacidad para hacer de lo obvio, de lo que se nos ha hecho paisaje, de lo aceptado y lo normalizado algo revelador de nuestra condición, así esto implique el reconocimiento de cierto sinsentido. La crónica cumple con ese cometido pues difícilmente se podrá ver la imagen de un crucero de la misma manera luego de leer este relato supuestamente divertido de Foster Wallace. Además, hay que precisar que la voluntad de estilo (otra característica de la crónica) de Foster Wallace no se agota en su fino uso de la ironía y la parodia; como buen narrador construye tipos humanos con los cuales el recuento del día a día en el crucero se hace historia, adopta perspectivas y, en esa medida, se enriquece. 


De esa manera, aparecen en la narración el mesero, la camarera, los viajeros frecuentes, el capitán, el servicio de toallas, el turista-cámara, en fin, personajes que nos dan la oportunidad de ver el viaje desde otras experiencias, además de la del propio cronista. En este caso, como en la novela, el cronista es orquestador si no de voces sí de experiencias que quedan supeditadas a su mordaz crítica al consumo excesivo, al capitalismo, a la artificialidad de los relacionamientos entre las personas, a la negación de la muerte, de la finitud, de la fealdad, de lo natural en todo caso. Entonces tenemos algo más que una manifestación de periodismo gonzo, en el sentido que aquello que pudiera alimentar el morbo no ocupa el lugar principal; este está reservado a un “darse cuenta” que va revelando el narrador, esa primera persona, desde un aparente divertimento. 


No sé por qué estoy asumiendo que el descubrimiento (o la constatación) de Foster Wallace en ese crucero es dolorosa; debe haber mucho de mí en esa conclusión, tal vez porque creo que descubrir la propia tontería, si uno es sensato, es profundamente demoledor ¿Qué otra cosa puede producir el hecho de saber que creamos paraísos artificiales como las semanas en cruceros por el caribe para huir de lo inminente, la enfermedad, la suciedad, la soledad, el silencio, aun a sabiendas de que siempre volveremos a la realidad? ¿Qué idea nos queda en la cabeza luego de saber que toda esa parafernalia del cuidado alrededor del cliente constituye una industria millonaria con sus correspondientes jerarquías e injusticias? ¿Qué sentimiento se instaura al caer en cuenta de que pagamos por eso y tenemos ahí nuestro ideal de felicidad? Y si bien ante todas estas preguntas que me quedan luego de leer el libro no renuncio a la posibilidad de viajar alguna vez en un crucero, debo admitir que esta no es para mí una prioridad. En lo que no dejo de pensar es en lo generalizada de esta actitud vacacional en el mundo actual; esta tendencia a creer que la felicidad está en una semana quemándose al sol, al lado de una piscina, mientras alguien te sirve y tu cerebro hiberna, dado que descansar y pensar no van juntos, como tampoco lo pueden estar viajar y ser un humano común y corriente.  


Recomendación: quizá no sea el libro para amenizar un viaje.  


  

Comentarios

  1. Profe, maravillosas y dolorosas palabras que, además de provocar a la lectura, nos señalan justo en las formas deshumanizantes de consumo donde hasta el descanso y el otro como servidor son mercancía que nos infla por dentro, què tremendo. Siempre me he preguntado què clase de mundo fabricamos puesto que estamos necesitando cada tanto salir de èl adonde pareciera no alcanzarnos "dado que descansar y pensar no van juntos, como tampoco lo pueden estar viajar y ser un humano común y corriente." profe, muchas gracias, un placer conocer esta escritura y la experiencia tan provocadora de lectura que trazas.

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    Respuestas
    1. Gracias a vos, Daniel, por tomarte el tiempo de leer y comenzar. Lo angustiante de todo es darse cuenta de hasta qué punto hacemos parte de eso que se critica en la crónica de Foster Wallace. Tristemente, uno ya hace parte de todo eso.

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