La entrada de este blog sobre el San Francisco de Asís de Chesterton termina haciendo un llamado a quien pudiera encontrar el San Francisco de Herman Hesse. En ese momento no había logrado encontrar el libro, aunque luego pude encontrar un ejemplar de Las florecillas de San Francisco de Asís en una edición de los años cuarenta del siglo XX. Hace unos días logré encontrar, por pura casualidad, el libro de Hesse y de inmediato me di a su lectura. Lo que sigue resume lo que encontré en ese precioso texto escrito en 1904.
En este tiempo de inteligencias humanas, animales, artificiales y vegetales que han hecho que retomemos la idea del hombre como una criatura más en el mundo ― una más, no la más importante ni la que puede dominar a las demás ― leer esta versión de la vida de San Francisco escrita por Hermann Hesse, me hizo pensar en la persistencia de esa idea, en su vigencia y en su imposibilidad también (siento decirlo). Porque Hesse, como Chesterton, encuentra la belleza de la vida del santo de Asís no tanto en su santidad sino en su infinita compasión con todo lo vivo y no vivo, en lo que el santo ve la manifestación de su Dios, su obra. Sin embargo, una cosa es decirlo y otra cosa es hacerlo, y San Francisco lo hizo hasta sus últimas consecuencias; este hacer es el germen de su santidad, de su singularidad y de todo lo que nos inspira su vida.
Hay que hablar de la sencillez del relato que cuenta la vida del santo desde su nacimiento hasta su muerte; en esta característica el autor de El lobo estepario dialoga con la tradición de las vidas de santos, con las hagiografías, aunque como lo anota Fritz Wagner, en esa aparente simplicidad están consignados importantes datos obtenidos de la lectura de biógrafos como Henry Thode, Paul Sabatier y Tomás de Celano. El mismo Wagner demuestra en un estudio incluido en el volumen de la editorial Edhasa cómo San Francisco estuvo siempre en el interés de Hermann Hesse; de ello había dado cuenta en alguna de sus novelas anteriores y lo manifestó también al escribir El juego de las flores. De la infancia de San Francisco de Asís también incluido en el volumen mencionado. Dicho interés se atribuye a esa concreción de humanidad que fue la vida de Francisco y, también, a que su relación con el mundo encarna la del artista con todo lo que constituye su materia. No en vano cobra vida aquí la relación de San Francisco con el Renacimiento.
El San Francisco de Herman Hesse está absolutamente conmovido con la belleza de lo creado; eso le basta. Esta claridad que, insisto, ocurre de manera singular en los seres humanos, es lo que convierte a Francisco en fuente de inspiración para Hesse y para muchos otros artistas no necesariamente cristianos, no necesariamente religiosos: “Francisco, con su carácter inofensivo y siempre orientado al presente y a la vida activa, no intentó ninguna exégesis dogmática de las palabras de Jesús, sino que las interpretó ante todo en su significado para la vida práctica, cotidiana” (p.79). Esto recuerda, a mi modo de ver, el relato de Siddhartha en la versión de Hesse; no son las expresiones de santidad, tampoco lo sobrenatural, lo que llama la atención sino la coherencia de esos personajes, su increíble capacidad para creer y seguir aquello en lo que se cree. Nuestra incapacidad para lograr ese propósito hace a esas personalidades supremamente especiales; de hecho, los convertimos en santos. Lo que no es convencional en el caso de Francisco es que su legado interese, incluso, a escépticos y críticos.
El otro asunto que podría definir al Francisco de Asís de Hermann Hesse es su relación con el arte. En Chesterton el santo de Asís aparece como poeta, como juglar, incluso como actor, y eso define su vínculo con lo que hoy podemos denominar manifestaciones del arte; pero en Hesse toma fuerza el espíritu del artista (y sé que corro el riesgo de ser anacrónico en este punto) profundamente conmovido con las aves, el sol, el viento, incluso el fuego que quemará su frente. Este es el motivo por el cual Hesse traduce el Laudes creaturarum (Canto al sol): “Loado seas Tú, oh Señor, por nuestra hermana, la muerte corporal, / A la que ningún ser vivo puede escapar”. Hesse sucumbe a esa sensibilidad no exenta de conflictos e incertidumbres; se rinde ante la manifestación de humildad de Francisco, esa es su belleza, la que surge de la comprensión del ser humano como parte de la naturaleza.
Pienso que, a diferencia de Chesterton, para quien Francisco y su época son objetos de estudio, aunque abordados por una inteligencia libre y en una forma muy bella, Hesse construye a Francisco como una sensibilidad que, si bien irrumpió en el siglo XII, se ha elaborado, ha tomado cuerpo, forma, materia y práctica de distintas maneras hasta hoy. Así se comprende que, sin ser artista y sin tener obra, recordemos hoy la suya como una de las más grandes y admiradas de todos los tiempos.
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