¿Qué será lo bello en esa literatura que representa los barrios de Medellín y a sus muchachos enredados en tramas de robos, asesinatos, redadas de la policía, fronteras invisibles, secretos y una natural convivencia con la muerte? Es posible que a Medellín, como a otras ciudades que aprendieron la violencia a su pesar, le haya tocado hacer de ese constante vivir al límite algo “literaturizable”. Sé que no soy el primero en hablar de eso, pero no puedo evitar volver sobre esa reflexión ajena al leer Cosas prestadas y otros cuentos (2022) el volumen de cuentos de Joaquín Arango R., mi profesor de cuento, publicado por la Institución Universitaria de Envigado.
Si bien es cierto que no todos los cuentos del volumen tratan de la violencia, la sensación, luego de habitar las trece historias que lo conforman, es la de haber pasado (suponiendo que lo allí representado ya es historia) por un periodo difícil. Por alguna razón que no logro aclarar, el contexto de los primeros relatos tiene un efecto en los últimos, así estos no traten de manera tan explícita la convivencia con la violencia en el barrio, el colegio o la familia.
No me parece una casualidad que en el volumen convivan relatos muy emparentados con la tradición tristemente heredada del narcotráfico -esa estetización del crimen, la droga y la muerte de jóvenes- y relatos de amor, de remembranzas de la niñez o que jueguen a la metaficción. Pareciera una necesidad el hecho de no querer hablar sólo de pelaítos que no durararon nada, de motonetos, mulas, sicarios y sicarias. Ya no nos son suficientes, quizá porque nuestras historias del día a día superan esas ficciones. El conjunto de cuentos de Arango se suma a una actitud que hemos visto en el cine de Laura Mora, por ejemplo; el protagonismo del sicario, de la sangre, de las balas, de los duros, se difumina, se desenfoca (pero no desaparece) para realzar, para dejar ver personas, historias y contextos desde un punto de vista que olvidó o no exploró la escritura literaria de la Medellín de finales del siglo XX y comienzos del XXI, con afortunadas excepciones como la del poeta Helí Ramírez.
La alusión a Ramírez es deliberada; algunas imágenes de Arango (“el indomable naranja de casas que se apeñuscan en la montaña son un rebaño de ovejas desperezándose […]) me remitieron a otras de Ramírez: “La colina es de cuatro o cinco cuadras / en adobe pelado frente a las casas. / De lejos las calles son huecos oscuros […]”. Además de estas relaciones que pueden ser aventuradas, como toda lectura, está esa perspectiva, ese interés en revestir de niñez, de cierta añoranza, de asombro, de cierta sensualidad entornos y realidades poco propicios para la belleza. Me parece que es eso lo que da valor a estos cuentos hoy en día, su resistencia a ser sólo secuelas de una ya poco nombrada literatura sicarial, en caso de que persistamos en creer que algo así existió.
Me gusta pensar en Las cosas prestadas y otros cuentos como historias que exploran puntos de vista sobre la ciudad de la periferia, sobre la ciudad de la niñez recordada, la ciudad del amor entre solitarios; relatos que experimentan con los recursos narrativos, como los últimos del volumen; relatos que nos obligan a revisitar una época y a preguntarnos por las formas como hemos sobrevivido y por las maneras como se ha camuflado en el bus, la cafetería, la clase y lo más privado de cada vida.
Agradezco al profesor Joaquín permitirme leer este libro suyo, y recordar su voz en cada línea leída, en cada pausa muy suya.
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