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Nota sobre Teoría de la gravedad

Son como balas, le dije a alguien que me preguntó qué tal me parecían las columnas (¿Son columnas?) de Leila Guerriero en Teoría de la gravedad (2019). No sólo porque cada uno de esos textos suena como un disparo que queda retumbando en la cabeza sino porque al final de cada uno muere algo en uno, tal vez la inocencia, la ingenuidad, la hipocresía, la autocompasión, la mentira a veces necesaria con la que cubrimos tanto en nuestras vidas. Todo eso queda como agonizando luego del punto que cierra cada entrada de ese libro maldito. 


¿Cómo describir lo que ocurre luego del punto? Uno saca la mirada de la página y la dirige a algún lado, como buscando algo que ya no está, se siente un desasosiego breve y un vacío… Se juntan la revelación y el hueco en el estómago, la comprensión y la consternación ¿Cómo puede una escritura suscitar todo eso, provocar ese efecto?

Llegué a pensar en la imagen de un guerrero antiguo (quizás un aborigen) que toma una piedra o un pedazo de madera bruta y comienza a pulirla, a darle forma, a afilar hasta convertirla en lanza, en arma, en punta fina y letal. Eso puede ser cada uno de esos textos, un arma finamente elaborada en la que confluyen la delicadeza del procedimiento y la brutalidad del efecto. 

Teoría de la gravedad es uno de esos libros que uno no quiere dejar de ojear, de leer en voz alta, de compartir con su grupo de cómplices, de llevar a todos lados, de disfrutar, de padecer.


Dedicado a Juli, por hacerme este regalo tan inmenso.


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