Qué es ser antioqueño No es una cuestión que convoque a alguien que reniega de la antioqueñidad y de la supuesta superioridad auto promulgada de quienes se hacen llamar paisas. Sin embargo, saber que quien respondería a esa pregunta sería Pedro Adrián Zuluaga me animó a comprar el libro, en parte porque sabía, de entrada, que no encontraría allí una apología más del desgastado mito antioqueño.
Entrar en esa pregunta implica, para un crítico de la cultura como Zuluaga, tratar con lo excelso y lo ínfimo, lo académico y lo popular (que no tendrían por qué oponerse), lo canónico y lo marginal; Zuluaga acoge todos los productos culturales que ayuden a responder su inquietud: literatura, cine, periodismo, pintura, entrevistas, correspondencias, todo se conjuga en una escritura rigurosa, cuidada, y no por eso menos bella y accesible. Me parece que este libro es una buena muestra de que pensar la cultura y sus productos no requiere alejarlos de quienes participan de esa cultura; lo que se requiere es convocarlos, y Zuluaga logra hacerlo, en parte porque vincula la reflexión a su universo familiar y personal de una forma trasparente, tranquila y sin imposturas.
En esa amalgama de fuentes bien orquestadas Zuluaga lleva a cabo una relectura de las tradiciones artísticas antioqueñas: de Emiro Kastos y Tomás Carrasquilla a Gonzalo Arango y Fernando Vallejo; de Epifanio Mejía a Helí Ramírez; de Benjamín de La Calle a Víctor Gaviria; de Bajo el cielo antioqueño a Sumas y restas. Y pone en relación personajes de la historia antioqueña tan distintos como Laura Montoya, Fernando González, Pablo Escobar y Álvaro Uribe. Todo lo que culturalmente se ha producido en estas montañas se somete al relato no del mito antioqueño sino de su fisura; un relato tan antiguo y potente como la apología que se ha hecho lugar común. Porque este libro nos muestra que los cuestionamientos a lo antioqueño ideal, la disidencia, la autocrítica son tan viejos como el mito mismo, aunque no tan visible.
Hay que decir, además, que en la escritura de Pedro Adrián se articula su propio relato, el de su casa, y eso genera una apropiación de esa historia en el sentido que, inevitablemente, convoca la historia subjetiva del lector. Se genera, pues, una cercanía que hace de su planteamiento algo propio, experiencia propia. Quiero ver en este gesto escritural e intelectual un posicionamiento respecto de la forma de hacer crítica, de ser crítico, que ya no cree en objetividades y asepsias. Me gusta y creo en esta manera de abordar los problemas de la cultura en la que es posible –de hecho, parece una necesidad– entrar en contacto con la persona que escribe.
A partir de esa intimidad deliberadamente revelada Zuluaga logra darnos nuevos elementos para leer nuestra historia, y no me refiero sólo a la historia antioqueña. No creo exagerar si propongo que Qué es ser antioqueño proporciona muchas claves para entrar en la discusión —no sé si para responder a la pregunta— de qué es ser colombianos; nos da elementos para, al menos, mover de sus lugares supuestamente inamovibles discursos, obras, figuras y personas perpetuadas en cánones no siempre críticos, no siempre argumentados, y sí obedientes a la inercia de los mercados, las modas y los intereses parcializados de los medios de comunicación.
Finalmente, me gusta que la crítica de Zuluaga, en este caso, sea una crítica optimista que ve algo bueno en lo que pasa en la actualidad, lejos de cualquier adepto a “todo tiempo pasado fue mejor”. Me gusta que Zuluaga mire y crea en lo que ve en el presente de la producción cultural como una manifestación de mejores comprensiones y relacionamientos entre las personas, que pueda leer las claves de un mejor tiempo ¿Por qué no? ¿Vale la pena insistir en la figura del crítico inconmovible y desesperanzado? Quiero creer que este libro responde de manera negativa, por supuesto, a estas preguntas.
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