Es posible que no se haga la casa una sola vez en la vida o que para hacerla haya que tumbar y abandonar muchas. Tal vez porque la casa siempre es uno, o uno y su propia situación. Pienso en cada cosa que uno lleva a su casa, una planta, un muñeco de porcelana, un nuevo plato, un juego de tazas… Cada cosa se elige como si definiera algo vital, aunque tal vez no lo sea. Por eso da nostalgia dejar las casas, aunque haya otras nuevas; porque, querámoslo o no, algo se nos queda en las que ya habitamos y, aun nostálgicos, no perdemos la esperanza de construir una nueva, siempre una mejor, eso pensamos.
Una mujer de casi ochenta años estuvo de pie, al lado mío, durante las casi dos horas que duró el paso del desfile en la tarde de ayer. La acompañaba su nieta, de unos treinta, y un nieto, de máximo seis. Presencié el desfile al lado de tres generaciones. Quiero decir que lo más bello del desfile transcurre entre los cientos de personas que se asoman a la calle, a la esquina, a los balcones, a las puertas y ventanas para ver lo que vemos cada año, aunque con la expectativa de la primera vez. Hay quienes todavía se asustan con las máscaras y gritos de los personajes disfrazados, también están los que critican (como yo), los que se conmueven y evocan (también como yo) otros desfiles de otros tiempos, y quienes a pesar de los cambios inevitables creemos que en el desfile anual de mitos y leyendas del pueblo está nuestra historia, nuestra memoria, nuestros malestares y contradicciones, en fin, lo que hemos sido, lo que somos y lo que queremos ser. Mientras veía pasar pancartas,...
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