Ignoro qué era Moravia antes de que se incendiaran las casitas y el norte de Medellín comenzara a ser mencionado como otro sector representativo de la ciudad. Lo cierto es que, a pesar de los cambios, la gente que vive allí, entre Carabobo y la orilla del Río Medellín, perpetúa manifestaciones y comportamientos que, estoy casi seguro, existían antes que los adoquines del nuevo Carabobo, la ciclovía –que los peatones de la nueva ciudad no respetan– y el edificio que diseñó Salmona.
Esta tarde de agosto quise ir a la presentación de una orquesta en el Centro de Desarrollo Cultural de Moravia. Desde la Sede de Investigación de la Universidad de Antioquia, pasando por el Parque de los Deseos y el Parque Explora hasta el Jardín Botánico, Medellín se parece mucho a la que se ve en las guías turísticas en internet. Pero en la cuadra siguiente, unos metros al norte, donde vive la gente, la moderna urbe cobra el carácter que creíamos perdido entre tanta arquitectura contemporánea, entre tanto parque raro, entre tanta cultura de medio de transporte masivo.
Entonces comienzan a aparecer las panaderías, peluquerías, mini mercados, cantinas, talleres mecánicos, incluso un “casino”, revuelterías, fritangas, ventas de dulces y minutos a celular. Se escucha la bulla propia de una tarde de sábado y se siente ese calorcito característico de las multitudes. Llama la atención la cantidad de bares y cantinas que se instalan en los primeros pisos de las casas situadas al borde de la calle y que ya a las tres de la tarde tienen ubicadas sus mesas y sillas en plena acera. En algunos de esos sitios hay mesas repletas de botellas de cerveza vacías y grupos de hombres que ríen y hablan duro bajo los efectos de las Pilsen, las Águila y uno que otro guarito.
Por curiosidad me detuve frente a uno de esos lugares y vi que en lo que antes era la sala de una casa, un negociante de esos de los que tanto nos enorgullecemos en estas tierras, instaló una barra de madera con sillas altas. Al fondo, sobre una repisa grande para que el público las vea desde la calle, se ven las botellas de aguardiente y ron. En la entrada del sitio un gran amplificador vomita como puede lo más selecto del repertorio popular. También adentro hay mesas y, a diferencia de lo que pasa fuera, hay mujeres que ríen y conversan con sus vasos en la mano. Un hombre sale tambaleando y con la mirada perdida, se sienta en una de las mesas de fuera y agacha la cabeza, como dormido.
Unos pasos antes de llegar al Centro Cultural dos mujeres con cara de camelladoras venden vasitos con mango biche debajo de un parasol de colores; frente a ellas un señor de esos que han pasado rebuscándosela toda la vida ofrece churros con azúcar en medio del río de gente que va y viene por la calle. En una esquina descubrí que una de las casas ha sido transformada en una especie de casino; desde la acera se ve gente apretando los botones de máquinas tragamonedas. Debí apresurar el paso porque un personaje de chaqueta y casco venía con su moto por el andén; a otros les da por parquear sus aparatos en plena ciclovía, que en realidad, aquí, en el centro de Medellín, pertenece a los peatones.
Al llegar al Centro de Desarrollo Cultural de Moravia, se recupera la sensación de espacio. El edificio de Salmona y el cielo azul de este agosto un poco caluroso me recordaron alguna fotografía de un libro de arquitectura. En el auditorio se enciende el aire acondicionado y hay silencio; el director de la orquesta anuncia la Marcha eslava de Tchaikovski.
Esa es nuestra ciudad, llena de contrastes, de combinaciones extrañas y de una idiosincracia única.
ResponderEliminarFelicitaciones por esta iniciativa, seré tu fiel seguidora. =)
Gracias, querida Maru. Por aquí regresé con la intención de retomar el blog. Un abrazo desde Colombia.
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