No es, como se ha repetido en las últimas horas, el fin de los autores del Boom. Porque los autores (hombres y mujeres) no son los cuerpos biológicos que mueren sino construcciones, imágenes creadas por ellos mismos y por las instituciones. Entonces no creo que se trate del fin de Mario Vargas Llosa –de hecho, estará más presente que nunca en los próximos días– sino de un nuevo momento para la recepción de su obra.
Debe ser muy difícil no exaltarse si uno es peruano, admira a Vargas Llosa y, al mismo, tiempo, le tocó vivir todos los desaires de su último periodo como figura pública. Lo digo por decenas de mensajes que han llegado a nuestros celulares el día de hoy, todos debatiéndose entre recordar o no al escritor peruano después de que su hijo Álvaro informara sobre su muerte el pasado 13 de abril. "Recordar o no" puede traducirse por “cancelar o no”.
Pienso que este tipo de escritores (ahora sí extintos) pueden suscitar reacciones como esta porque, querámoslo o no, fueron intelectuales políticamente comprometidos y su gesto revolucionario llegó a afectar la esfera pública. El hecho de que la tendencia ideológica del último Vargas Llosa no sea de mi agrado no implica que ignore la idea de escritor intelectual que lo ampara. Eso, como lo dijo Pedro Adrián Zuluaga en un reciente post en su página de Facebook, difícilmente lo tenemos en la mayoría de los escritores contemporáneos, tan cómodos en la tibieza del festival y el coctel. Aunque considero que estamos en una época cuya idea predominante de escritor hace rato dejó de ser este que representaron los escritores del Boom. Ni siquiera Daniel Ferreira, con la carga política que uno puede atribuirle a su gesto y a su escritura, me parece que sea un escritor de este tipo. Hay otra manera de comprometerse, hay otra concreción del gesto político.
Se habla de incoherencia en el caso Vargas Llosa. Exigimos coherencia a los escritores basándonos en la creencia pueril de una correspondencia entre la obra, la vida pública y la vida privada; el estatus de lector promedio nos da hasta para eso. De hecho, hay quienes han hecho de la coherencia (vale decir coherencia política, en caso de que eso exista) un criterio para decidir sobre el valor estético de una obra. Yo pienso que no, pero de todo se ve.
Hace unos días, vi un documental sobre la vida de Julio Cortázar que aclaró muchas inquietudes que tenía sobre su vida política. Si vamos a insistir en la categoría coherencia política, Cortázar fue el más coherente, políticamente hablando, de todo el Boom. Tal coherencia está relacionada, por ejemplo, con su respaldo a la Revolución en Latinoamérica, principalmente en Cuba y Nicaragua; fue un respaldo frontal y material, no de vitrina como el de los demás escritores del boom, entre ellos nuestro Nobel (en esta afirmación también seré irresponsable). Sin embargo, no es ese vínculo ideológico el que hace de la obra de Cortázar lo que es para nosotros hoy ¿Por qué el vínculo ideológico de Vargas Llosa ha de ser, ahora sí, un criterio para pretender cancelarlo a él y a su obra?
Pero yo no confío en la cancelación, no creo en ella, al menos en el campo literario; su discurso y su práctica son recientes, además de selectivos y, en muchos casos, hipócritas. Nada sabemos de la forma como las generaciones futuras volverán sobre estas escrituras. En lo inmediato sí, tengo colegas que no leen a Vargas Llosa en clase y en estos días se han ufanado de hacerlo desde redes sociales. Esto me parece tan irresponsable y poco profesional como no discutir los pronunciamientos del peruano en los últimos años, como ignorar esto que también pasó. En sentido estricto no es cancelación porque, al argumentar el motivo de la cancelación, nombran al cancelado y esa se convierte en otra forma de reconocimiento, de publicidad y hasta de consagración.
Me atrevo a decir que la institución, es decir, quienes consagran, a la larga se interesan muy poco en la cancelación. Soy pesimista para la cultura de la cancelación que asoma a cada momento y pretende acabar con una obra para derribar un ídolo: la escritura de Vargas Llosa será recordada y bien valorada; su intervención en la política será una anécdota, mala por cierto, así como su incursión fracasada en la farándula que tanto criticó. Y lo mismo ha pasado con los demás escritores del Boom: la adhesión de García Márquez y Cortázar a la Revolución cubana no ha afectado significativamente la recepción de su obra (esta es otra idea deliberadamente irresponsable). La Revolución se viene a pique hace décadas, pero sus obras se publican, se leen, se estudian, se llevan a series, a teatro, a libros ilustrados, a formatos digitales y un largo etcétera.
Es cierto lo que han dicho: el de Vargas Llosa es, en parte, el caso de esos artistas (y los escritores también son artistas, que no se nos olvide) que utilizan sus raíces estéticamente, pero las ignoran en el momento de intervenir en el terreno político. Es una excelente idea que, por supuesto, no es mía (y soy irresponsable por no saber de dónde es). Pero debemos admitir que la de Vargas Llosa fue la forma de ser escritor de una época; es normal que nos resulte lejana, anacrónica. Incluso los cambios de ideología le tienen que ser permitidos. Querámoslo o no, fue un intelectual.
Nota: antes de darle algún orden a estas ideas releí la primera parte de La orgía perpetua. Flaubert y Madame Bovary, el ensayo que Vargas Llosa dedicó a esa obra y a ese autor portentosos. Esas páginas me permitieron confirmar que estoy hablando de un escritor, uno de verdad.
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