En mi casa, la casa de mis padres, no había biblioteca. Por eso, en cuanto empecé la universidad, quise hacerme a una. Al comienzo, mi biblioteca no tenía libros propios; la mesita del escritorio en mi habitación de estudiante albergaba por semanas los libros que prestaba en la biblioteca de la Universidad de Antioquia. Luego, vinieron los leídos, los usados, las malas copias, las ediciones baratas en ese papel áspero y opaco que, sin embargo, olía a libro. Más adelante, poco a poco, con los ingresos de los primeros empleos fui llenando con volúmenes de muy diversa índole un muro en mi apartaestudio de Prado; cuando ya no había lugar en el muro, los libros comenzaron a enfilarse en una mesa. Sí, ellos, los libros, no yo, porque creo que estamos de acuerdo en que esos objetos adquieren vida propia y se mueven por la casa y exigen un lugar o muchos lugares. Cuando la tal vida propia de los libros se veía como un desorden en mi casa de estudiante de posgrado, hubo que llevar un mueble que...