Dicen, porque no he leído a Proust, que en su más famosa novela una galleta lleva a evocar una vida. En Lorrie Moore no es una galleta sino los sesos de algún animal no humano parisinamente preparados lo que lleva a la narradora a evocar los últimos años de su adolescencia en un lugar de América llamado Horsehearts; el momento preciso donde se da esa transición extraña a la primera adultez. No es, pues, una vida sino un periodo aparentemente sin importancia el que Moore elige para preguntarnos sobre nuestras propias transiciones olvidadas, no consideradas, ocultas quizás en el apabullante montón de recuerdos de épocas canónicamente más importantes de nuestra vida. La historia tiene un marco: Berie (la narradora) y Daniel, su esposo, están en París y participan de una cena. Todo parece rutina, apariencia; el deseo de un cambio es tácito, el fin es inminente. En ese ambiente tenso Berie experimenta un flashback a sus quince años, un momento límite y definitivo: la amistad con Silsby, la ...